¿Por qué nos cuesta tanto cooperar a los españoles? Mirando atrás, mirando al norte

Fotografía: Europa Press
El 28 de octubre de 1977 ocurrió algo insólito en el Congreso de los Diputados: “Todas [¡!] las fuerzas presentes en el hemiciclo tributaron un aplauso al término de la intervención”. Con el país desarbolado por una crisis económica brutal e instalado en la máxima incertidumbre política, nunca quizá en nuestra historia estuvimos tan cerca de ser tan plenamente europeos como esa tarde de otoño. Fue durante esos mismos años cuando los holandeses, en una manifestación más de su espíritu siempre pragmático y conciliador, sentaron las bases de su milagro económico mediante un gran acuerdo político y social. Superados de nuevo por la tormenta y escépticos ante nuestra disposición al acuerdo, volvemos una y otra vez a la misma pregunta: ¿por qué ese aplauso unánime a Enrique Fuentes Quintana, el artífice de los Pactos de La Moncloa, tuvo tanto de excepción histórica? ¿Por qué ese instante decisivo del consenso político español ha sido, sin embargo, la norma en los Países Bajos, en el corazón de Europa?
Una primera aproximación a esa pregunta es la del telescopio, la de las luces largas. Esa respuesta, la que nos ofrece la Historia, arrancaría hace nada menos que más de 1.000 años. Primero nos hablaría de dos tierras en la frontera del mundo medieval cristiano, muy alejadas entre sí pero sorprendentemente similares. Mientras que en una campesinos sonrosados empiezan a colaborar entre sí para ganar tierras al mar en las que instalarse, en otra la repoblación campesina empieza a expandirse hacia el sur de la estepa castellana, hacia el Duero; todo un mundo político que llena el vacío de un poder central aún inexistente con una multitud de pequeños grupos locales capaces de cooperar entre sí.
Pero es en 1212 cuando aparece un primer punto de inflexión en ese largo camino hacia la cooperación. El avance acelerado de la Reconquista convierte los latifundios y grandes señoríos en la mejor forma de asegurar la frontera. Frente a una situación en la que la nobleza, la Iglesia y las órdenes militares empiezan a dominar la vida social, la intensa expansión del comercio y las ciudades en el norte de Europa distribuye de forma más generosa el poder local entre comerciantes y artesanos.
En el caso de España, la incapacidad para limitar esos poderes oligárquicos, su resistencia activa ante cualquier intento por reequilibrar la distribución de poder y el recurso final al conflicto y a la coerción explican el resto. Frente a la historia habitual de monarcas absolutos que unos han idealizado y otros denostado (ambos, quizá, de forma exagerada), resulta verosímil pensar, sin embargo, en unos reyes incapaces de sobreponerse a una burocracia patrimonializada, unas oligarquías excluyentes y un territorio fragmentado en multitud de jurisdicciones y mercados. Cuando en el siglo XIX («un siglo de tentativas, ensayos, dolores y convulsiones terribles», escribió Pérez Galdós) se produzca el choque de trenes final entre esos privilegios y el intento liberal por crear un Estado potente impermeable a las distinciones, se terminará consolidando una división ideológica que ya hará muy difícil cualquier entendimiento entre bandos. Adiós, consenso; hola, cainismo.
En el caso del norte de Europa, y especialmente de los Países Bajos, esta historia ni es triste ni termina mal. Allí, un entramado muy complejo de poderes a varios niveles sí pudo coordinar ese batiburrillo de privilegios locales en torno a intereses comunes sin que aquéllos saboteasen lo que podrían haber percibido como una amenaza a su autogobierno. Aún desgarradas por el conflicto religioso, estas sociedades fueron capaces de equilibrar unidad y diversidad valiéndose de un pacto implícito y muy novedoso entre ciudadanos y poder. Sus elites comerciantes estuvieron siempre dispuestas a hacer la vista gorda ante la diferencia, incluso a alcanzar acuerdos y a integrar a las minorías, siempre que obtuvieran la mano de obra y el capital que sus negocios internacionales exigían. Con estos mimbres, la conflictividad social y religiosa con frecuencia se neutralizó mediante el reconocimiento y acomodo de comunidades que vivían en mundos paralelos pero que eran capaces, puntualmente, de alcanzar acuerdos. Aunque no sean buenos, los guetos suelen ser mejores que los campos de exterminio.
A pesar de un punto de partida no demasiado diferente (esas sociedades de frontera con pequeñas comunidades igualitarias), esos 1.000 años de historia terminaron dando lugar, mediante sucesivas bifurcaciones, a dos modelos muy distintos de organización política. En el norte de Europa, esos intereses bien organizados, y a menudo contrapuestos, fueron integrados en estructuras políticas superiores que proporcionaron foros y mecanismos para la negociación y el compromiso. Es lo que se ha llamado el ‘poldermodel’ o, de forma más general, la democracia consensual.
En el sur, y en España en particular, nos quedamos en la primera fase: esa multitud de centros de poder nunca pudo ser coordinada en torno un propósito común. Ante la inexistencia de un árbitro o un crupier que vigilase el tablero de juego (spelverdeler lo llaman en los Países Bajos), fue más fácil para caciques, curas, gremios o nobles entrar en luchas sobre qué migajas quedarse que ponerse de acuerdo en cómo hacer la tarta más grande. Es ilustrativo comprobar que, en esa misma época en la que Cánovas y Sagasta controlaban nuestra hemorragia secular con parches sólo en apariencia democráticos, los Países Bajos alcanzaban la paz social poniendo ya en marcha una democracia de consensos basada en el sufragio universal y la proporcionalidad plena.

Hay buenas razones para pensar que cuando los miembros de una comunidad política son capaces de alcanzar acuerdos con facilidad, su bienestar también aumenta. Desde luego, esto parece claro a nivel social y político: una democracia consensual potencia la inclusión de la pluralidad de intereses, que, frente a la lógica desafección ante las urnas (¿qué va a cambiar mi voto?), perciben así su mayor capacidad para influir en la agenda pública. Pero, aun siendo algo más controvertido, los pactos también parecen traer más dineros para todos.
La Figura 1 muestra los ingresos públicos per cápita en España y Países Bajos entre 1700-1900. Sobran los comentarios. Como sugiere la Figura 2, esa diferencia estructural en capacidad fiscal era valorada de forma muy distinta por los mercados internacionales: la prima de riesgo española no sólo fue muchísimo más alta que la holandesa durante ese mismo periodo, sino también mucho más volátil. Puesto que sabemos de sobra que las reformas políticas tienen consecuencias económicas evidentes, sería ingenuo pensar que una diferencia tan abismal no venga explicada, aun sólo en parte, por la distinta predisposición a la cooperación entre los muchos intereses de una comunidad. Piénsenlo: ¿se imaginan dónde estaríamos ahora si en el siglo xix, cuando más necesitados estuvimos de capitales para modernizar nuestra economía, hubiésemos tenido la capacidad recaudatoria y la credibilidad financiera holandesas?

Pero, en estos tiempos de epidemiólogos, además de a la historia, podemos también recurrir a la mirada microscópica para aproximar una respuesta al enigma del consenso. La biología evolutiva nos enseña que la cooperación entre los seres vivos, de las bacterias a los seres humanos, puede surgir y mantenerse con éxito aun cuando nadie les obligue a ello. Para ello, suele bastar con cinco reglas básicas: que los seres vivos se relacionen entre ellos de forma continuada, que compartan antepasados comunes, que exista algún tipo de registro público sobre el comportamiento previo, que exista cierta segregación entre quienes más cooperan y quienes no, y que haya conflicto entre comunidades.
Aun a riesgo de caer en explicaciones retrospectivas, a la vista de la biología evolutiva resulta casi inmediato concluir que en un contexto tan urbanizado, atravesado por multitud de intereses compitiendo entre sí, amenazado exteriormente por la Monarquía española y crecientemente segregado por confesión religiosa, como era el de los Países Bajos en el siglo XVI, el aprendizaje del consenso interno no fuese casi un resultado inevitable.
Alternativamente, es desconsolador pensar cómo sólo en el Cádiz de principios del XIX, una ciudad desbordada de refugiados, asediada por el francés, con una prensa libre que aseguraba la libre circulación de informaciones y una incipiente conciencia nacional compartida, estuvo cerca de crear las condiciones para que esa cooperación se afianzase en nuestro país. Los historiadores de dentro de 50 o 100 años escribirán que, a finales del siglo XX y principios del XXI, nuestro país vivió una época de grandes transformaciones sociales que la aproximaron progresivamente a modelos democráticos netamente europeos. Explicarán primero las razones por las que, finales de los 70, las elites políticas decidieron abrir el sistema a la participación de una sociedad civil aun poco vertebrada. Es también probable, aunque no lo sabemos con seguridad, que luego cuenten cómo esa sociedad civil más o menor organizada consiguió, 40 años más tarde, ampliar el perímetro de la participación política para hacerla más plural e inclusiva.
Desconocemos aún, sin embargo, cómo concluirán sus análisis. Un final muy verosímil es que, respondiendo a la inercia peninsular, esa sociedad plural volvió a disolverse en una cacofonía de voces incapaces de generar confianza en una era de disrupciones constantes. Otro, más optimista, contaría que esa sociedad democrática y plural consiguió, pese a todo, diseñar mecanismos eficaces para la cooperación entre intereses muy contrapuestos; mecanismos que, a su vez, hicieron posible el diseño de políticas coherentes, estables y eficaces.
Aunque el tiempo del reformismo, como demuestra ese unánime aplauso otoñal a Fuentes Quintana en 1977, es siempre breve, volvemos a tener la oportunidad de vincular necesidades acuciantes (una crisis económica y sanitaria desconocida) y problemas estructurales (la inexistencia de consensos políticos estables). ¿Por qué no romper una lanza en favor de Europa y reconocer lo mucho que nos puede enseñar en nuestra gran reforma pendiente, la del arte de la cooperación?
Miguel Laborda Pemán, Consultor de Asuntos Públicos en LLYC
Artículo publicado originalmente en Agenda Pública.